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Las zoonosis se definen como las enfermedades transmitidas de forma natural entre los vertebrados y la especie humana. Aunque, desde el enfoque de Una Salud (One Health), deberíamos decir sólo “entre vertebrados”. Este enfoque promueve la defensa y mejora de la salud de todas las especies.
Las zoonosis se definen como las enfermedades transmitidas de forma natural entre los vertebrados y la especie humana. Aunque, desde el enfoque de Una Salud (One Health), deberíamos decir sólo “entre vertebrados”.
El enfoque “Una Salud” promueve la defensa y mejora de la salud de todas las especies (humanos, animales y plantas) a través de una mayor cooperación entre los profesionales que trabajan en salud pública, sanidad animal y sanidad ambiental.
Es decir, responde a la necesidad de contar con profesionales altamente especializados, pero trabajando en equipo desde un abordaje conjunto y multidisciplinar.
Este enfoque holístico es el único que permite afrontar de forma eficaz y colaborativa la prevención, control, gestión y comunicación de los riesgos biológicos y las amenazas de enfermedades transmisibles en un mundo globalizado, inmerso en el cambio climático y sujeto a tensiones comerciales y sociales que están condicionando la aparición de nuevos escenarios sanitarios.
La labor asistencial (personal médico y de enfermería) atiende a los enfermos, pero a la enfermedad la estudian -y la combaten- muchos. Muchísimos, desde informáticos a climatólogos, por citar dos perfiles netamente no “sanitarios”.
En este contexto cobran relevancia, paradójicamente, algunas cuestiones de índole local y cotidiana en algunos casos, frente a otras de tipo global en otros, en la relación existente entre las personas y los animales.
Los vínculos entre animales y personas varían bajo condicionantes culturales y sociales que pueden pasar desapercibidos pero que son muy relevantes en términos de exposición a ciertos riesgos biológicos y, por tanto, al mantenimiento y emergencia de enfermedades transmisibles, particularmente las zoonosis.
La COVID-19, de mención ineludible, es un ejemplo claro: origen zoonótico muy probable -murciélagos más un muy probable intermediario-, diseminación y amplificación asociada a movimientos y comercialización de animales salvajes en mercados húmedos, transmisión respiratoria y por tanto favorecida por altas densidades poblacionales urbanas y clima templado, diseminación a larga distancia por medios de transporte -aviones, trenes, vehículos particulares-, favorecimiento por hábitos de vida y consumo -reuniones sociales, ocio, comercio, transporte colectivo, turismo-, etcétera.
Hay que sumar otros de carácter estrictamente biológico, como la existencia de receptores celulares adecuados para el salto de especie (ACE-2), adquisición de la capacidad de transmisión humano-humano, tasas de letalidad dependientes de factores fisiológicos -edad, patologías previas, obesidad…- y otros muchos aún sin identificar por tratarse de una enfermedad nueva.
Pero volvamos al asunto: trataremos de identificar algunos de los grandes aspectos socioculturales y demográficos en los que la actividad humana modela (y favorece en muchas ocasiones) la emergencia y mantenimiento de zoonosis, especialmente en el ámbito urbano.
URBANITAS
En primer lugar, es necesario conocer la condición mayoritaria de la población mundial como urbanitas. En algún momento entre 2007 y 2008 el fiel de la balanza cayó del mayor peso de población rural hacia el de tipo urbano.
Para 2030 se estima que el 60% de la población mundial habitará en áreas urbanas. Pero es que el centro demográfico del mundo ya es urbano y mayoritariamente pertenece a países en desarrollo, especialmente asiáticos:
De 25 ciudades con más de 8 millones de habitantes, sólo 3 están en países desarrollados: Nueva York, Tokio y Seúl.
Según el Banco Mundial, 200 millones de asiáticos abandonaron las zonas rurales y se asentaron en áreas urbanas entre 2000 y 2010; el 60% de la población mundial vive ya en Asia y regiones del Pacífico.
Pero según varios informes de la OMS y del Programa de Asentamientos Humanos de la ONU, las nuevas megaciudades albergan gigantescas zonas suburbiales: entre uno y dos tercios de sus habitantes viven en estas áreas.
SANIDAD EN LA CIUDAD
Intuitivamente, y como consecuencia del aparente acceso más fácil a educación y recursos sanitarios, se diría que los urbanitas responden a los síntomas, buscan y acceden a asistencia sanitaria antes que los pobladores rurales. También, que adoptan hábitos saludables más rápidamente y de forma mantenida.
La elevada densidad de población en condiciones de infravivienda origina un medioambiente particular que reúne elementos negativos de lo rural y lo urbano, generando situaciones sanitarias extremas, como la imposibilidad y desconocimiento en el acceso a sistemas de salud, o la ínfima capacidad de gestión de residuos, agua potable, aguas fecales, etc.
Algunos ejemplos: se estima que 4.000 millones de personas no disponen de agua potable en casa ni a una corta distancia.
El acceso es limitado en muchas áreas en volumen, pero en las zonas periurbanas coinciden la escasez de aporte con la baja calidad, química y bacteriológica.
Otra estimación señala que entre el 14-24% de la población mundial vive sin letrinas ni cloacas.
La mitad de la población de Bombay (es decir, unos 9 millones de habitantes) no tiene acceso a una letrina. Esto representa el depósito diario de unas 3.000 toneladas de materia fecal que no recibe tratamiento, y ello pese a las campañas y el esfuerzo de las administraciones, que progresivamente reducen estas cifras.
Se estima que dos de cada cinco muertos en esta ciudad lo son por la combinación de agua contaminada y falta de cloacas.
Esta situación es similar en muchas otras grandes ciudades y así, el cólera, las colibacilosis, las disenterías amebianas, las parasitosis digestivas o las cepas de enterobacterias antibiorresistentes son muy prevalentes en suburbios de Dar es Salaam, Nairobi o Sao Paulo. Las tasas de mortalidad infantil en estas zonas son las mayores registradas.
Las tasas de tuberculosis humana habían sido tradicionalmente más altas en los centros urbanos que en el medio rural, asociadas a la densidad poblacional.
Pero, en la actualidad, en los suburbios de Dhaka (Bangladesh) su prevalencia es el doble que la media a nivel nacional y hasta 4 veces mayor que la media a nivel urbano.
Algo similar ocurrió en los EEUU en la década de los 80 entre personas sin hogar y reclusos.
Las zonas suburbiales suponen también un medioambiente favorable para la proliferación de vectores y, por tanto, de sus enfermedades asociadas, que son endémicas en muchos casos (enfermedad de Chagas, malaria, dengue, fiebre amarilla).
Contribuyen a ello el microclima generado (efecto isla de calor), depósitos de agua que favorecen el ciclo biológico, y la presencia masiva de materia orgánica en efluentes.
De igual forma, la inexistencia de predadores y carroñeros (a excepción de gatos y perros, que contribuyen con sus propios parásitos y enfermedades), así como la creación de microespacios y resguardos favorece el aumento de la presencia de roedores y sus enfermedades asociadas.
Enumeremos algunos patógenos bien conocidos:
Yersinia pestis
Leptospira spp.
Rickettsia typhi
Streptobacillus moniliformis
Bartonella spp.
Hantavirus
Angiostrogylus cantonensis
Muchas de estas enfermedades y patógenos han sido tradicionalmente de carácter rural y asociadas a brotes muy reducidos en su extensión, pero las altas densidades humanas favorecen la aparición de brotes de mayor entidad que además pueden difundirse con facilidad.
RELACIÓN CON LOS ANIMALES EN EL ÁMBITO URBANO
En la gran ciudad, los animales ocupan varios espacios de relación con las personas:
Son mascotas.
Son alimento (muchas veces no se identifica al animal con el alimento)
Son ocio y entretenimiento (zoos, exhibiciones, hipódromos)
Son meros vecinos (animales sinantrópicos, como ratas o palomas)
Por el contrario, en el ámbito rural, hay un vínculo esencialmente utilitario (animales de trabajo, de guarda y de abasto).
Los urbanitas atribuyen a las mascotas un gran valor afectivo pese a conocer su potencial zoonótico (a veces). Pero también son un signo de estatus.
Especies exóticas, razas especiales… Hay toda una industria alrededor de la tenencia de animales como mascotas. En muchas ocasiones, esto genera un tráfico de especies que roza la ilegalidad o directamente la favorece, en la búsqueda de la mascota más exclusiva.
Eso comporta el tráfico de especies protegidas (o legal, pero cuyas repercusiones ecológicas y éticas siempre son motivo de discusión) y, lo que es peor a efectos de zoonosis, la ausencia frecuente de controles sanitarios. Parafraseando el conocido eslogan de seguridad alimentaria: “de la selva a la casa”.
Este vínculo afectivo puede llegar a generar situaciones paradójicas que entran en la biofilia o síndrome de Bambi. Este síndrome hace referencia a unos intensos sentimientos a favor de los animales, particularmente aquellos que resultan “simpáticos” o “bonitos”. Tan intensos que llevan a estas personas a proteger a los animales por encima de cualquier consideración. Esto puede traducirse en la protección de animales plaga o de especies alóctonas, rechazando controles poblacionales o incluso alimentando y procurándoles cuidados.
Mapaches, cotorras argentinas, tortugas de Florida, y otros muchos animales “liberados” al medio ambiente reciben simpatía y acogida por gente que ignora el daño que originan a la fauna autóctona.
En otro extremo de la relación humano-animal en la ciudad está el consumo de alimentos exóticos, conceptuados tanto como una delicatessen gastronómica o, sobre todo, como un signo de estatus. Comer cocodrilo o avestruz es un signo de poder adquisitivo.
Colateralmente, también hay una parte del comercio de especies no habituales con destino al consumo humano de base etnológica, es decir, que responde a los hábitos del lugar de origen de población inmigrante.
Esta población ejerce una demanda de productos que les son familiares y que representan sus costumbres y tradiciones. Alcanzado cierto nivel económico, pueden afrontar su adquisición y los solicitan. Se crea así un circuito comercial minoritario y de difícil cuantificación y supervisión, que, en ocasiones, origina igualmente, un comercio ilegal de productos alimentarios sin control sanitario.
Y, como último elemento, la expansión de las ciudades. El movimiento de tierras y nuevos usos que se genera en la periferia de las ciudades, además de crear nuevos asentamientos humanos de baja calidad, origina también ciertas estructuras de producción ganadera donde antes había selva.
Es paradigmático el caso del virus Nipah. Nipah es actualmente un barrio de la enorme Kuala Lumpur, pero a finales del siglo XX la zona era limítrofe con la selva y allí se instaló una rudimentaria granja de cerdos. Entre los anteriores vecinos se incluían murciélagos frugívoros que contagiaron un nuevo virus a cerdos y personas.
Es un ejemplo clásico de zoonosis emergente asociada a la invasión de nuevo espacios, y nuevos usos de la tierra, en este caso, en los límites de una gran urbe.
ACCESO A ALIMENTOS – MERCADOS
En los países más avanzados, se estima que la carne viaja de media unos 2.000 Km antes de terminar en el supermercado de la esquina. Pero el supermercado no es un concepto universal.
¿Cómo es el acceso a alimentos en la mayoría de las nuevas megaciudades?
En la mayoría de los casos, y en relación con las zoonosis, las grandes ciudades de países en desarrollo se surten de alimentos en mercados informales y temporales.
Estos acogen a productores locales que a veces son meros recolectores/cazadores, en particular en aglomeraciones urbanas próximas a zonas de bosque (grandes cuencas fluviales como las de Congo, Níger, Yangtsé, Amarillo, Mekong…).
Los animales salvajes -o criados en cautividad en granjas rudimentarias- se mantienen vivos en jaulas inadecuadas esperando ser sacrificados a demanda del consumidor.
Donde no hay electricidad, la manera más efectiva y barata de conservar la carne es viva.
Las alternativas son tecnologías muy básicas: salazón, ahumado, secado… Aunque criados en cautividad en algunos casos, podemos encontrar en puestos vecinos a animales capturados a cientos de kilómetros, en su hábitat natural.
Este grupo es el más peligroso: el hospedador y su microbiota -conjunto de microorganismos que alberga- llegan directamente al consumidor sin ningún control sanitario.
Otro elemento es el estrés de transporte, que en el caso de la fauna se prolonga desde la captura hasta el sacrificio. El comercio ilegal empeora aún más las condiciones de falta de bioseguridad y bienestar animal.
En estas situaciones de estrés, los patógenos oportunistas se aprovechan de un hospedador cuya respuesta inmune se halla comprometida.
Sean domésticos o salvajes, en el tiempo de permanencia en el mercado los animales aletean, tosen, defecan, orinan. Todo ello significa una emisión masiva de fómites al entorno, contaminando el aire que otros (animales y personas) respiran y las superficies sobre las que se sacrifican y faenan los animales, favoreciéndose las contaminaciones cruzadas.
Las condiciones higiénicas de cuchillos, tajadores y recipientes para el desplumado, desollado, eviscerado, etc., son muy deficientes como norma. La limpieza suele llevarse a cabo mediante simple arrastre mecánico con agua. Y los efluentes, sin sistemas de depuración, constituyen grandes emisores y diseminadores.
Por su parte, la carne de matorral es carne de caza. Aprovecha la fuente de proteína procedente de la caza allí donde la ganadería escasea o hay acceso a poblaciones animales salvajes y relativamente abundantes.
Multitud de especies animales, en ocasiones protegidas, integran esta oferta, destacando las aves acuáticas, pequeños y medianos mamíferos, particularmente ungulados, pero también roedores, reptiles, anfibios y hasta primates. Un muestrario de biodiversidad. Y de riesgos biológicos.
Evidentemente, hay también una surtida oferta de productos derivados: huevos (de aves, pero también de reptiles), leche (vaca u oveja, pero también yak, burra o camella), y otros como cuero, escamas, garras, cuernos o huesos, muchos de estos últimos de uso en medicina tradicional.
En muchas ocasiones estos mercados evolucionan y crecen, adoptando una cierta estructura formal. Predominan ya netamente los animales de granja, pero conviven otros muy rudimentarios, compartiendo espacios vecinos.
Los comerciantes más tecnificados hacen su aparición, pero muchos otros son similares a los de los mercados temporales. En esta modalidad, se dispone de puestos de venta fijos que permiten una cierta especialización en familias de productos: aves, pescado y marisco… Y aporta una estructura comercial -a veces mínima-, que incluye, eventualmente:
Supervisión administrativa y sanitaria, con la necesidad de permisos para la venta y la supervisión de la mercancía en cuanto a su legalidad (origen, especies y números de ejemplares a la venta…), permisos de viaje y venta, supervisión de la seguridad en el consumo, etc.
Infraestructuras de ciertas instalaciones básicas: expositores protegidos, superficies más o menos estandarizadas, puntos de agua, de luz, de hielo, cámaras frigoríficas, congeladores y el agrupamiento por especialidades.
En ambos modelos, la fiabilidad de la cadena de suministro es muy variable, la trazabilidad es, en muchas ocasiones, prácticamente inexistente y algunos productos especialmente raros (etimológicamente) están sujetos a fuertes condiciones de oferta/demanda, accesibilidad, estacionalidad casi estricta, baja tecnificación y escasísima seguridad alimentaria. La vigilancia sanitaria escasea o se elude con facilidad.
HÁBITOS LOCALES Y COMERCIO GLOBAL
En los grandes mercados húmedos asiáticos y en sus equivalentes mercados tradicionales de otras zonas geográficas, pueden encontrarse productos y animales que van de lo exótico a lo excéntrico a los ojos de un occidental.
En no pocas culturas el consumo de animales salvajes es frecuente, incluida la nuestra (venado, jabalí, conejo…), si bien entendido aquí como un alimento selecto, por su escasez.
Pero en muchas zonas, la carne o productos de ciertos animales responde a cuestiones de identidad cultural, de hábitos culinarios (consumo en crudo, ingesta de sangre…), de exhibición del estatus social, y finalmente, a los ritos religiosos y de la medicina tradicional.
En el otro extremo, la globalización incluye el intercambio masivo de animales y sus productos, así como la interacción de personas de orígenes remotos con población, animales y medioambientes lejanos y previamente inaccesibles o no contactados.
El primero responde a la creciente demanda de proteína animal y el subsiguiente comercio de productos animales, así como de animales vivos.
El segundo tiene como ejemplo masivo el turismo y su acceso a zonas remotas (con su fauna y microbiota propias). También se incluyen grandes movimientos de población por motivos económicos, políticos y de conciencia, refugiados de guerra, grandes peregrinaciones y actos religiosos, refugiados medioambientales, etc., pero estos son, numéricamente, muy inferiores.
CONCLUSIÓN
Las implicaciones sanitarias en relación con las zoonosis que estos y otros condicionantes conllevan pudieron ser ignoradas -lo fueron, triste e injustamente- hasta diciembre de 2019.
Entonces, los primeros casos de COVID-19 fueron identificados y asociados -al menos en parte- a un gran mercado húmedo en el centro de una ciudad de 11 millones de habitantes en el que se comercializaban numerosas especies salvajes. La actual epidemia es muy probablemente una zoonosis.
El mercado de Wuhan pudo actuar como mero amplificador o como punto inicial. ¿Volverá a ocurrir? Probablemente.
Para concluir, “zoonosis” tampoco es un concepto universal. Muchas culturas no lo conocen o no lo admiten. En la educación y concienciación reside la clave.
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